Hay veces que no queda más que aprender. Aprender que no se puede huir del pasado y que no se debe olvidar el presente. A aceptar que no siempre se tiene la respuesta de todo. Aprender a encontrar el norte a partir de un edificio, a tomar el metro si perderse, a no salir de casa sin llaves. Aprender a medir la cantidad exacta de compras que se pueden cargar. A que llorar, de vez en cuando, no está tan mal. Hay veces que se debe aprender a dejar ir y dejarse ir. Aprender a perderse en la rutina, en las preguntas y las respuestas. Que nada es definitivo y todo tiene consecuencias... Hay veces.
Hay cosas que se deben dejar pasar. Lo bueno, lo dulce (no se puede vivir empalagado). Y lo malo (los 500 días, el sonido y la furia). Hay veces que se deben dejar a los amigos, a los padres, al territorio conocido. Hay veces que se deben dejar pasar los planes ajenos. Y dejar pasar las horas de dicha, las lluvias suaves. A veces, se debe dejar pasar el llanto (dicen los yoguis que al llorar, uno acostumbra al alma a no ver mas allá de las lagrimas). Hay veces que se debe dejar pasar el camión y emprender la marcha. Hay letras, sitios, mensajes y cajas que es mejor dejar de abrir. Hay veces que se debe dejar pasar el postre, la oferta increíble... Hay cosas.
Hay veces, hay cosas, que se deben atesorar, así sea solo un rato. Como el cambio de los cigarros que se compran por la mañana, o la foto de la abuela que no se conoció. El sabor del primer beso, las cartas del primer novio. Hay cosas que se deben atesorar una tarde (los acentos extranjeros, las confesiones inesperadas, la champaña rosada), o un mes (los zapatos nuevos, las perlas prestadas, el chico inalcanzable, la fiesta descontolada). Y hay tesoros que se deben administrar por años (las noches soleadas en Paris, las tardes de domingo dedicadas a la televisión chatarra, los preparativos de una boda, el sabor salado de La Habana, el dulzor de un whisky de tierras lejanas).
Y al final, esas cosas y esas veces que se vuelven parte de nuestros días. Esas que no se aprende a dejar pasar y que duele atesorar. Esos fragmentos de belleza que te cambian desde el centro (el hermoso florero que no queda en ningún lado, los tacones de diseño, tan bellos como insoportables). Hay veces que no queda más que detenerse ante la belleza: ya después se sabrán acomodar las piezas.
Hay veces que no queda más que detenerse ante la belleza.
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1 comentario:
...speechless...
y sabes bien que se me salió una lagrimita...
P.D. te prometo que ninguna de las dos se regresa a México sin antes habernos ido juntas al ballet de este lado ;)
-s
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