lunes, junio 21, 2010

Pero qué bonito es lo bonito...


Ya lo he dicho antes: realmente creo que el cortejo y el enamoramiento son de las cosas más bonitas que vienen de las relaciones. Hay algo mágico en esta masa de sentimientos adolecentes que, en el mejor de los casos, no pierden el dejo de inocencia que los caracteriza pero si ganan un tanto de elegancia con los años. Coquetear y ser cortejada pasados los 25 pareciera tomar tintes de arte.

El problema es que con el tiempo uno va perdiendo oportunidades que antes parecían caer de los árboles: la mayoría pasa sus veintes instalado en la monogamia sucesiva… o en un intento desesperado por practicarla. Tal vez sea parte de crecer: poco a poco dejamos de coquetear por coquetear y rara vez nos permitimos sentir el vacío súbito en la boca del estómago característico del enamoramiento fugaz y comenzamos a pensar en términos más complicados (largo plazo, consecuencias, artilugios emocionales…).

Y luego viene el sexo. Y el sexo lo complica todo (pregúntenme a mí y a mis cuarenta días de ostracismo). Y yo nunca he sabido cómo continuar con la coquetería después del sexo, pues creo que después de un acostón hay de dos sopas: o sigues o huyes. Si huyes, por definición, el coqueteo se detiene (salvo en algunas ocasiones, donde uno decide dejar “la velita prendida” y coquetea ligeramente y de manera frontalmente sexual… ocasiones en las que el sexo fue bueno, pero no como para complicarse la vida). Pero si uno decide seguir, lo hace sabiendo que la cosa probablemente se complicará y dejará de ser fresca y perderá esa chispa inocente. El sexo, para muchos, puede ser un puente a esa clase de intimidad que no se consigue sólo bajo las sábanas. No es que el estado del coqueteo sea mejor o peor que el paso siguiente, es sólo que el sexo es un innegable punto de no retorno.

Alguna vez salí con un chico que decía que cada vez que “pasaba”, fuera con una mujer distinta o con la misma de años, era una primera vez. Que cada encuentro es un suceso en sí mismo (en cuyo caso, intuyo, siempre habría un espacio para agitar las pestañas, para tocar “sin querer” la mano del acompañante y que, en el mundo adulto, llevaría al besuqueo en algún rincón- por decir lo menos). Y no lo se… digo, me gusta pensar que cada que se da un beso se puede hacer sentir al otro como si fuera el primero. Pero igual creo que es complicado abrir esa ventana y dejar que el tiempo se detenga.

… tal vez será por eso que prefiero las relaciones poco convencionales, faltas de monotonía y (sólo en cierto grado) compromiso. Creo que cuando estás con una persona “sin estar” te puedes dar el lujo de jugar, de esconder cartas bajo la manga, de coquetear descaradamente y de no saber qué viene después. Prefiero saber que no despertaré en sus brazos y, a cambio, dejar en el aire si lo haré en sus pensamientos. ¿Juego peligroso?

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