... así me cantaron mis amigos al despedirme de este pequeño episodio de visita extendida o pequeña estadía o largas vacaciones o lo que sea que haya sido este mes que he pasado en mi ciudad. Y si bien es mentira que no hay marcha en la Gran Manzana, lo cierto es que la fiesta nunca sabrá tan bien como en mi casa, con mi familia. Y el sabor que me llevo es dulce y duradero, como un buen vino.
Dicen que la distancia lo cura todo (deberíamos, entonces, exiliar a todos los enfermos). Dicen que el viento se lleva las promesas y desentierra secretos y que el tiempo cierra heridas. El viento ahora me regresa a mi País de las Maravillas y me trae la promesa de sabores nuevos. Y yo necesito tiempo para decantar lo que he aprendido en estas semanas (crudas verdades y deliciosas mentiras) y deshacerme los nudos que tejí cuidadosamente en mi cabeza y que lograron extenderse hasta el pecho. Y necesito tiempo... y ya el tiempo dirá.
Y ahora sólo me queda claro que el tiempo diluye y los amigos no se salvan de su paso. Hay amigos que se diluyen con el pasar de los meses y ceden ante los cambios y la desidia. Algunos se diluyen dejando huella, como aquellos de la primaria que siempre recordaremos y que nunca volveremos a ver (que, tal vez, ahora no reconoceríamos en la calle). Otros se diluyen sin más: se quedarán, si bien, como una dulce anécdota. Otros se pierden en el tiempo que pasa entre una pelea o un malentendido o un deseo encontrado y las ganas de hacer las paces.
Hay amigos que pasan por nuestra vida y la tocan y se van (no sin ser importantes) y se olvidan. Y hay otros, los menos, que permanecen. Y de estos, hay unos constantes pero intermitentes, como la luna llena, como mi Xavi. Hay amigos que llegan sin avisar y se instalan en las habitaciones más profundas (Muégano, Marido, una década y contando). Otros se quedan, de plano, a vivir en el corazón: la mejor amiga, para hacerlo breve. Otros cuestan más trabajo o no empiezan por el lado correcto (pero igual me hacen volver intempesitvamente a una boda oaxaqueña). Otros no se explican más que por la afortunada casualidad de vivir en la misma cuadra o estudiar en la misma universidad o descubrir el mismo placer extraño por viajar y los Thai Noodles, o por el placer de ver crecer al otro o la magia que queda de convertir a un maestro en amigo o al primo-de-un-amigo en parte de la familia.
Y están los amigos nuevos: la promesa, la página en blanco... la bendición de encontrar hogar fuera de casa. Y, así, también hay personas (amigos, amores, amantes) que se niegan a salir de nuestras vidas (como Don C, que seguirá ahí, como el recordatorio de que crecí y de la locura y del mejor sexo que he tenido en la vida) y hay otras, como K, que, en esas pequeñas y dulceamargas certezas, no saldrán (a veces por el peso del recuerdo, a veces por la nostalgia y otras por la fortuna del reencuentro), que simplemente no saldrán. Y luego están los Señores Nenito y el recuerdo de mi abuelo y del chango de peluche que se perdió en aquel incendio.
Y así la vida pasa y los hombres pasan como pasan las noches blancas y las noches oscuras y cambian las lunas y las lenguas. Y, si bien, algunos viernes los he consagrado al delirio y al tráfico y al whisky y a la piel, supe siempre que cuando volviera de Nunca Jamás, mi familia seguiría ahí. Así como se que cuando vuelva de detrás del espejo, mis amigos estarán en algún lugar del mundo, alegrándose de mi regreso.
Gracias, queridos. Sigan al conejo que en Las Maravillas los espero.
1 comentario:
La amé, la lloré (tantito) y la disfruté, no sólo hablo de la entrada, sino de la visita en general. Sigamos cambiando juntos
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