Llevaba un vestido que sabía que, de una manera extraña, te agradaría. Me he vestido de quinceañera para dejar ir un poco el control (o, al menos, intentarlo) y dejar a mis padres y a mi mejor amiga organizarme una fiesta de despedida. Le he dicho hasta luego a mi ciudad (he soltado una lágrima discreta al pasar por Bellas Artes) y he fingido que es una fiesta más: no he dejado que la nostalgia se apodere de mí, he disfrutado el mezcal y a mis amigos y las luces y la música.
He sido feliz y me he embriagado con el aire festivo y con la alegría y con la compañía de todos los que se han ganado un lugar en este viaje. He bailado entre ruleteras, payasos, mariachis, dos miembros de la banda Timbiriche, franeleros, tamaleras, un hipster disfrazado y un disfraz de hipster (lo siento, marido, nunca lo lograremos). Y entre afectos he recorrido las calles de mi De-efe y he sido feliz.
Pero tal vez deba confesar que sólo fui realmente feliz hasta que apareciste. Mala cosa... traté de convencerme que no podrías, que no querrías. Logré, incluso, ponerle mute a la inquietud y el ardor de esa herida (la de enero) que no cierra y bailar con el corazón y no con los pies. Pero al final hiciste la parada y alcanzaste a ver mi vestido azul (como el whisky que te gusta, como el color que ha tomado mi ánimo en estos días) y bailaste y bebiste y te uniste a la fiesta y te alegraste por mi buena fortuna.
Es un juego peligroso dejar que una persona te haga o te destruya una noche. Esta vez me has dejado ganar. Y, al final, la sorpresa-no sorpresa salió redonda y perfecta y la imagen de tus ojos entre la gente y las luces sobre mis amigos y la emoción de mis padres y las horas invertidas de mi mejor amiga y todo lo demás me lo llevo en el bolsillo derecho... a la mano, por si me agarra la tristeza.
Y ahora es domingo, y la fiesta se ha acabado y es tiempo (ahora sí) de terminar las maletas y seguir caminando. Y caminaré contenta porque todo se ha acomodado. Y es que la fiesta ha de acabar, pero esta vez he podido acabarla en tus brazos.
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