Hace unos días hice un viaje. Un viaje a otros días, a otras horas. Estaba francamente emocionada, expectante, felicísima y temorosa. La maleta la armé como en 20 minutos. Esa maleta me acompañó entre discusiones sobre el método periodístico, historias de hombres abotargados y muchas lágrimas que no se pudieron contener más. Me acompañó dos madrugadas hermosas si acaso interrumpidas por cánticos imprudentes y un poco de luz.
Siempre le tendré cariño a esa maleta que fue paseada por un botones bien simpático y depositada en una habitación de sueño, en unos momentos de sueños envinados y muchos besos mojados bajo las estrellas. En la maleta cargué un vestido digno de su nombre y unos tacones bien altos. Cargué también con una esperanza que me devolví hecha cachitos y con el corazón igual de hinchado que mi labio inferior. Me devolví la maleta con muchísimo trabajo pues ni ella ni yo queríamos volver todavía.
Y es que siempre me ha gustado hacer maleta. El problema de las maletas, cuando se hacen, es que invariablemente llegará el tiempo de deshacerlas. Y ese momento pesa muchísimo. Como las fiestas que de pronto me da por organizar con todo cariño y detalle y que en un par de horas han terminado y me obligan a volver a casa con el corazón feliz, pero un poquito roto.
Odio los finales de la fiesta, como odio el momento de deshacer maleta. Igual nunca me pasaría por la cabeza dejar de viajar... y mucho menos de organizar fiestas.
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