Faltan treinta días para mi partida y se siente justo como cuando faltan exactamente cuatro semanas de clases: no queda mucho que hacer, igual habrá que estudiar para los exámenes finales, pero no aún; se sueña ya con todo lo que se hará en vacaciones pero igual se comienzan a extrañar las bancas y los amigos… Un mes y a otra cosa.
Y como cuando las clases comienzan a correr lento y las horas a pasar rápido, a mí me ha venido el peor antojo de irme de pinta: simplemente un día invetarme cualquier cosa, no llegar a las labores y dejarme embriagar de vino y de lluvia. Dedicarme un día a pasear, a beber y comer lo que me venga en gana, a extrañar y a no poner cara de que todo está bien.
Pero los días nublados no se disfrutan solo. Quisiera irme de pinta con un chico: que viniera por mí a medianoche, pasar la mañana sin ropa, con el pelo y el corazón revueltos entre sábanas y libros. Desayuno en la cama: besos, agua mineral, algo con canela y un buen café. Asomarse por la ventana sólo para descubrir que llueve y que estamos en Praga (o mejor aún, que casi llueve pero no y que no es Praga sino París). Salir a dar un paseo en tacones y con el ligero riesgo de ser descubiertos en el crimen, en la mentira. Y con ese mismo riesgo, compartir un par de besos en una esquina de Trocadero, cerca de una fuente que pronto será apagada pues pronto vendrá la lluvia. Beber vino en un jardín oculto, cerca de Notre Dame, ponerse los abrigos: pronto lloverá.
Fumar de vez en vez y luego sentarnos a platicar en una banca y fumar más. Comprar un frasco de Lalique, regalarle un libro y que él me regale una de esas miradas que tiene guardadas y de pronto (muy de pronto) le da por regalar. Comer algo ligero, más vino: cenaremos en Italia. Ponerme un vestido amplio y corto, recogerme el pelo y cambiarme el perfume para ver el atardecer (esos atardeceres que sólo se ven cuando se pierde uno en Roma). Meter la mano en la Bocca della Verità y saber que no queda más que media tarde y media noche. Tomar un tren a Milán: ver Cenicienta con La Scalla. Caminar por Vía Spagna y apenas esconderse en un callejón (el vestido corto, sus manos hábiles). Cenar y, de postre, dejar que me muerda y me bese aquel lunar que tengo entre el cuello y la espalda. Y luego más vino y más humo y más besos y la noche lluviosa y su abrigo… que huelen a él.
Volar contra el tiempo y llegar a casa antes de que caiga la noche. Quiero irme de pinta.
Y como cuando las clases comienzan a correr lento y las horas a pasar rápido, a mí me ha venido el peor antojo de irme de pinta: simplemente un día invetarme cualquier cosa, no llegar a las labores y dejarme embriagar de vino y de lluvia. Dedicarme un día a pasear, a beber y comer lo que me venga en gana, a extrañar y a no poner cara de que todo está bien.
Pero los días nublados no se disfrutan solo. Quisiera irme de pinta con un chico: que viniera por mí a medianoche, pasar la mañana sin ropa, con el pelo y el corazón revueltos entre sábanas y libros. Desayuno en la cama: besos, agua mineral, algo con canela y un buen café. Asomarse por la ventana sólo para descubrir que llueve y que estamos en Praga (o mejor aún, que casi llueve pero no y que no es Praga sino París). Salir a dar un paseo en tacones y con el ligero riesgo de ser descubiertos en el crimen, en la mentira. Y con ese mismo riesgo, compartir un par de besos en una esquina de Trocadero, cerca de una fuente que pronto será apagada pues pronto vendrá la lluvia. Beber vino en un jardín oculto, cerca de Notre Dame, ponerse los abrigos: pronto lloverá.
Fumar de vez en vez y luego sentarnos a platicar en una banca y fumar más. Comprar un frasco de Lalique, regalarle un libro y que él me regale una de esas miradas que tiene guardadas y de pronto (muy de pronto) le da por regalar. Comer algo ligero, más vino: cenaremos en Italia. Ponerme un vestido amplio y corto, recogerme el pelo y cambiarme el perfume para ver el atardecer (esos atardeceres que sólo se ven cuando se pierde uno en Roma). Meter la mano en la Bocca della Verità y saber que no queda más que media tarde y media noche. Tomar un tren a Milán: ver Cenicienta con La Scalla. Caminar por Vía Spagna y apenas esconderse en un callejón (el vestido corto, sus manos hábiles). Cenar y, de postre, dejar que me muerda y me bese aquel lunar que tengo entre el cuello y la espalda. Y luego más vino y más humo y más besos y la noche lluviosa y su abrigo… que huelen a él.
Volar contra el tiempo y llegar a casa antes de que caiga la noche. Quiero irme de pinta.
1 comentario:
¡Vámonos de pinta!
Chiquiiiita
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