jueves, marzo 25, 2010

#sufrocomoprecious

Hoy amanecí con los pies en el DF y la cabeza en Nueva York. Amanecí de buenas, a pesar de que me despertó el calor. Amanecí de buenas a pesar de que me cayó mal el vino de anoche, de que dormí pocas horas y de que tengo montones de trabajo que terminar en un espacio breve de tiempo. Mi buen humor, en parte, era una cuestión de voluntad: me negaba a quejarme, a chilotear, a estar de malas. No soporto a la gente que se queja de todo y todo el tiempo: que si se trabaja mucho, se trabaja poco, que si se come rápido, que si no se duerme lo suficiente. No soporto a la gente mediocre que, en su retahíla de quejas, encuentra una justificación para su pequeñez (o eso creen, o eso quieren creer). No, a pesar de que la gente sin imaginación comienza a retar mi prudencia, hoy amanecí de muy buen ánimo.

Mi humor y mis ganas de convertir estos próximos meses en una fiesta constante, no obstante, no duraron mucho. Me enojé antes del mediodía. Fue uno de esos enojos que hacen que te duela la cabeza. Es el coraje, que le llaman. Empieza arribita del estómago (el corazón, tal vez?) y el ardor te recorre todo el centro, te llega a la garganta y se hace nudo. Y luego, la señal inequívoca de que te has enfadado porque las cosas no suceden como tú quieres: las ganas de llorar. Y como uno no llora por pequeñeces, ni en público ni en privado, se traga el nudo y, al pasar, viene el dolor de cabeza.

Una vez me enfadé tanto que se me cerró la tráquea. Se le llama espasmo del sollozo y sucede frecuentemente en niños pequeños y malcriados. Es normal en niños sanos de 3 o 4 años, pero si no se tiene cuidado puede llegar a la asfixia. Mi madre no tardó en enseñarme que ese tipo de comportamiento no correspondía a una señorita de mi clase y capacidad intelectual. En mi casa hubo cero tolerancia al berrinche por más de una década (si no lo puedes lograr negociando, no lo mereces). Y si, uno no puede ir por la vida haciendo berrinche por todo. Uno no hace berrinche por cosas importantes. En esos casos la única ruta es solucionar todo con clase e inteligencia. Pero el berrinche es inevitable. El berrinche viene del sentimiento más femenino que puede haber: quiero-eso-que-no-puedo-tener. No es una cuestión práctica: es un capricho.

Los caprichos tienen mala reputación, pero en realidad son de los placeres más irracionalmente deliciosos. El capricho son unos zapatos insoportablemente altos, que nunca usarás por más de media hora. Es regalar un whisky caro usar vestido en viernes de jeans. Es coquetear con lo irracional, sólo coquetear. El capricho es responder a una invitación que no se ha hecho, es caminar en el borde entre la pasión y la locura por el puro placer. Lograr un capricho empodera, esa es su magia. Es posibilitar lo declarado como imposible. Es una droga peligrosa.

En lo público, procuro mantener mis berrinches bajo control. Pero soy caprichosa por naturaleza. Y ciertamente hay muchas cosas que no salen exactamente como quiero. Y hay días y personas que tienen el tino de recordármelo en el peor momento. La zapatería tiene los tacones que busco, pero no hay de mi talla en este momento. Carajo.

Un berrinche se olvida, aunque sea temporalmente, cuando otro capricho está a la vista. De pronto se me antoja sumergirme en una bañera. Una bañera desbordante de champaña helada.

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