Why so curious?

Dicen que la curiosidad mató al Gato. Yo digo que fue el morbo. Esa necesidad imperiosa que tenemos pre-cargada en nuestro software (las mujeres, más que los hombres… he de aceptar) para buscar lo que no queremos encontrar. Tengo un amigo que gusta de explorar redes sociales (feisbuquiar, que le llaman). Ejercicio por demás voyerista y, por lo tanto, placentero. Es un poco como The Rear Window: un hábito deleitable e inofensivo… que puede terminar por empujarnos al borde de la locura.

Hay un placer extraño en rascar la costra que no ha terminado de sanar. Nunca he sido del tipo de personas que hurgan en las fotos de los “amigos” en Facebook. Me gusta ver a quiénes siguen mis fuentes de Twitter, pero generalmente con fines prácticos: encontrar más fuentes jocosas. Pero no tiraría la primera piedra. Una vez, la vida me puso frente a un celular. No sólo me lo puso enfrente. Me dio horas de ausencia de su dueño y ningún testigo a la vista. Sobra decir que si no lo desarmé para ver de qué color era por dentro, fue por el miedo de no saber cómo volverlo a armar.

Revisé contactos, mensajes, agenda… en busca de una cosa específica, pero con la curiosidad a flor de piel. En ese entonces estaba muy enamorada. Buscaba señales de otra mujer, citas, llamadas a deshoras. Buscaba justo eso que no quería encontrar. Para mi buena suerte (y la de él) no encontré nada más que mensajes míos. Respiré aliviada y orgullosa. No obstante, me pregunté por mucho tiempo qué hubiera pasado dentro de mí en caso contrario… supongo que nunca lo sabré.

Lección aprendida? No lo sé. Curiosear en aguas movedizas es un juego peligroso. Tan peligroso como irresistible. Cero y van dos…