A veces encuentro pedazos de felicidad donde sé que no debería buscar. Es ese afán del placer culposo (como Soldado del Amor y los cazares con valentina). Diría mi marido que soy necia, terca, facilota. Yo digo que es tomar la ruta panorámica en lugar del expressway. En cualquier caso, me gusta sufrir un poquito; sentir ese dolorcito dulcemente adictivo. Disfruto mucho estar en el borde, justo ante el punto de no retorno. Sin embargo, no me gusta nadar entre tiburones. Prefiero observarlos desde una jaula. Tal vez por eso finjo.
Lo he dicho muchas veces: tengo el hábito de fingir. Lo sé, lo seeee. Es una pésima costumbre. Para colmo es una de esas poquísimas cosas en las que soy completa y absolutamente consistente. Es casi automático en la mayoría de las ocasiones. ¿Por qué? No lo sé realmente. En algunas ocasiones es simple cuestión de economía procesal. Hay veces que el tiempo, la técnica, el clima o el mood simplemente no alcanzan. En algunas otras, es cuestión de comodidad. Y es que hay veces en que el tiempo, la técnica o incluso el clima son excesivos.
Hay dos excepciones. Con Don C no puedo fingir. Don C y la sinfonía No. 3 de Mendelssohn y su sabor a mezcal y los besos que me da en la espalda, justo antes de quitarme los pantalones. Algo en él me lleva a otro lado. Es un poco como no estar ahí, un poco como flotar con el dedo gordo del pie aún tocando el piso. Su técnica es impecable, cierto. Sin embargo es otra cosa la que me desconecta de mi instinto de fingir. El sexo con C se siente natural, como que así debería ser.
Con ..., por otro lado, finjo con regularidad cronométrica. Sin embargo mis razones no son tan prácticas. De él me gustan muchas cosas: su olor, su voz, sus manos frías. La manera en que saborea ese whiskey que le regalé. Con ..., no obstante, nunca he volado. Sus besos violentos y la pericia extraordinaria que tiene para fornicar, lejos de llenarme de levedad, me atan al piso. Fornicar con ... es como lanzarse al Sena con un chaleco de plomo. Es el vértigo: ese suculento peso en el pecho que apenas deja respirar. Viene un poco del miedo, un poco del dolor (físico), un poco de la memoria. El punto es que, en algún momento, hace varios meses, mi cuerpo tomó la decisión unilateral de bloquear ese último escalón antes del Paraíso.
El sexo con ... se siente inicuo, como que no debería ser. Pero soy necia y de pronto me gusta encontrar pedazos de felicidad donde sé que no debería buscar. De pronto me doy licencia para no fingir. De pronto, sólo de pronto, me arrastra la marea, con todo y chaleco de plomo. De pronto hace calor y mi voluntad y mis herramientas se resbalan como resbala el sudor por la espalda. Y no me queda más que culpar al Jack Daniel’s que sabe tan bien. Tal vez demasiado bien.
Lo he dicho muchas veces: tengo el hábito de fingir. Lo sé, lo seeee. Es una pésima costumbre. Para colmo es una de esas poquísimas cosas en las que soy completa y absolutamente consistente. Es casi automático en la mayoría de las ocasiones. ¿Por qué? No lo sé realmente. En algunas ocasiones es simple cuestión de economía procesal. Hay veces que el tiempo, la técnica, el clima o el mood simplemente no alcanzan. En algunas otras, es cuestión de comodidad. Y es que hay veces en que el tiempo, la técnica o incluso el clima son excesivos.
Hay dos excepciones. Con Don C no puedo fingir. Don C y la sinfonía No. 3 de Mendelssohn y su sabor a mezcal y los besos que me da en la espalda, justo antes de quitarme los pantalones. Algo en él me lleva a otro lado. Es un poco como no estar ahí, un poco como flotar con el dedo gordo del pie aún tocando el piso. Su técnica es impecable, cierto. Sin embargo es otra cosa la que me desconecta de mi instinto de fingir. El sexo con C se siente natural, como que así debería ser.
Con ..., por otro lado, finjo con regularidad cronométrica. Sin embargo mis razones no son tan prácticas. De él me gustan muchas cosas: su olor, su voz, sus manos frías. La manera en que saborea ese whiskey que le regalé. Con ..., no obstante, nunca he volado. Sus besos violentos y la pericia extraordinaria que tiene para fornicar, lejos de llenarme de levedad, me atan al piso. Fornicar con ... es como lanzarse al Sena con un chaleco de plomo. Es el vértigo: ese suculento peso en el pecho que apenas deja respirar. Viene un poco del miedo, un poco del dolor (físico), un poco de la memoria. El punto es que, en algún momento, hace varios meses, mi cuerpo tomó la decisión unilateral de bloquear ese último escalón antes del Paraíso.
El sexo con ... se siente inicuo, como que no debería ser. Pero soy necia y de pronto me gusta encontrar pedazos de felicidad donde sé que no debería buscar. De pronto me doy licencia para no fingir. De pronto, sólo de pronto, me arrastra la marea, con todo y chaleco de plomo. De pronto hace calor y mi voluntad y mis herramientas se resbalan como resbala el sudor por la espalda. Y no me queda más que culpar al Jack Daniel’s que sabe tan bien. Tal vez demasiado bien.
2 comentarios:
Lástima que finges, yo la paso a toda madre...
Eres necia, terca, facilota y bien vestida, no sé desvestida, pero dejemos ese velo entre nosotros por favor, para qué obligarnos a fingir?
Publicar un comentario